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Me ha encantado los nuevos paneles de Brilli-Brilli y espero que me perdone el robo a mano armada que he hecho de sus últimas fotos -a Brilli lo podeis ver enlazado a la diestra; sus paneles sobre la Ira son estupendos, hay que leerlos-. Y cuando he leído a nuestro Bruto -también enlazado y bien enlazado en dicha parte de mi blog para que podais visitarlo como manda la Santa Madre Iglesia de Thiaguín (que fue el que me incitó a iniciar estos escritos)- me ha venido a la mente aquella anécdota que acabó por asustarme.
Dicen que el ser humano puede pasar del amor al odio en cuestión de segundos, y de la Paz a la Ira en décimas del referido tiempo. Es verdad.
En aquella ocasión, he de reconocer que pasé a la Ira casi instantáneamente. No me costó ningún esfuerzo.
Cuenta nuestro amigo Bruto en su blog que era común en su Residencia de Estudiantes practicar novatadas a los alumnos de nuevo ingreso. Tema éste, el de las novatadas, que nunca me hizo gracia cuando yo llegué al internado de mis juveniles días.
He de reconocer que a mí no llegaron nunca a someterme a dichos tormentos. Quizás por mi aspecto de timidez, por mi mirada o porque llegué a parecer persona débil o quizás irascible o vengativa. No sé.
Pero aunque no tengo constancia de haber ido por allí en aquellos días soltando plumas, entiendo que una educación prácticamente femenina quizás me hizo parecer demasiado refinado en aquel mundo de brutos. Mundo en el que nunca permití que se me encasillara en nada. Nunca me gustaron los encasillamientos y cuando alguien pensaba que era domable, entonces me revestía de rebeldía hasta no más poder llegando incluso a ser soberbio.
Aún recuerdo lo que aquel formador me dijo un día cuando nos echaba la bronca a Carlos y a mí:
-A tí, Angel, ni me molesto en decirte nada. Porque eres tremendo. Te daría absolutamente igual: por una oreja te entra y por otra te sale. Puedes llegar a ser desquiciante.
En fin! Yo nunca me tuve por tal. Pero según este Cura podría sacar de quicio a cualquier persona del mundo mundial. Y he de reconocer que nunca he entendido esa definición que el Cura hizo de mi persona. Pero supongo que todo es cuestión de opiniones.
A lo que iba.
Me cambió el color de la piel, del rostro, del cuerpo; me cambió la posición del cabello -incluso del púbico-, la forma de mis uñas y la fijación de mis dientes. Yo mismo me reconozco retroactivamente -y en aquel momento- en la foto de la Ira que Brilli-Brilli nos muestra en su blog y que yo le he robado -mea culpa, segunda vez que lo digo- colocándola al inicio del panel.
Se acercó el interno y dijo insultándome:
-¡Marica! ¡eres un marica!
Yo nunca tuve problema en ser un marica o no serlo. Es más, tampoco lo había planteado ni recuerdo -como ya he dicho- soltar tantas plumas para que aquel esperpento de compañero me definiera como tal.
Fue entonces cuando la ira se apoderó de mi persona. Y él debió de verlo porque salío corriendo.
No he sido nunca muy deportista -sí ciclista- pero aunque el esperpento criticador corría, la ira instalada en mis piernas y en mi persona salió corriendo detrás del chaval.
Fue cuando la misma ira entendía que ya estaba en posición cuando me hizo subir la pierna con tal furia endemoniada que en vez de atizarle una patada en el trasero como yo pretendía, mi pie se coló entre sus piernas por detrás y le dí, con toda la ira que me dominaba, una patada en los cojones que lo dejé muerto.
Yo mismo noté que le había reventado sus partes. Y cuando la ira me hizo retroceder con toda naturalidad del lugar de donde había salído corriendo, vi que estaba en el suelo con las manos sujetando sus colgantes partes tirado por los suelos retorciéndose de dolor y entre lágrimas varias.
Entonces la Ira me dijo: ¡Que se joda! ¡A ver cuándo me llama Maricón de nuevo!
No debió de chivarse a ningún superior porque supongo que hubiera debido de enseñarle las pelotas... y claro! le daría vergüenza. Pero el chaval se quedó -me consta- retorcido por los suelos largo rato hasta que logró recuperarse.
He de reconocer que cuando la ira me abandonó, me asustó lo que había hecho. Pero he de reconocer, igualmente, que aquel Burro no tuvo nunca jamás la ocurrencia de decirme ni dirigirme nunca la palabra.
A dios le di las gracias. No merecía la pena perder el tiempo con semejante idiota.
Desde entonces, nadio osó practicarme una novatada.