lunes, 31 de agosto de 2009

SEPTEMBER


No puedo evitar, cuando llega el mes de septiembre, rememorar aquel mes en que cambió mi vida totalmente.
Hasta ese momento, yo era un chaval introvertido, muy tímido y demasiado sensible. Muy apegado a mi familia y a mi madre especialmente. Muy feliz en mi infancia. Aquellas infancias de "Niño da Rua" donde las tardes de verano transcurrían por paseos infinitos, bicibleta en mano, en búsqueda de baños dulces de aguas de río y meriendas a la sombra de los chopos.
Fue a mediados de mes cuando, por ausencia de Colegios y Universidades cercanas, tuve que abandonar la casa de mi infancia, para iniciar unos años de ausencia durante los cuales únicamente acudía a casa en periódos vacacionales -verano, navidad y algunos días en Semana Santa-.
Supongo que la experiencia es común a muchísima gente. Despegarse casi en la tierna infancia de tu familia para ingresar en un internado, fue si no una experiencia amargante, sí un poco traumatizante.
Recuerdo ir montado en el coche de mis padres camino de aquel edificio perdido en el inframundo más lejano para mí y tras unas horas de viaje, ver en la distancia la silueta de esa mole contundente, amenazadora y amenazante.
Una vez practicadas las formalidades pertinentes en relación a matrícula y papeleos varios, recuerdo salir por una de aquellas puertas herrerianas, geométricamente perfectas al más puro estilo imperio español, y encontrar a un personaje flacucho, alto y con caras de pocos amigos quien escondido tras sus gafas, entonó al verme su voz agria y grave mientras giraba el rostro y clavaba su mirada en mis inocentes ojos:
-¡Me han dicho que usted viene de San Pedro de la Lanzada!. ¿Es correcto?
-Sí.
-Y, ¿estará usted dispuesto a ingresar en nuestro centro, verdad?
-Sí -dije yo no muy convencido después de mirar de reojo a mis padres pidiendo auxilio para que me quitaran de encima a esa ave depredadora.
-Pues me parece muy bien que venga usted con propósito de integrarse. Porque, ¿usted verdaderamente llega con propósito de integrarse, verdad?
-Sí -repetía yo de nuevo, aterrado por esas manos y esos dedos huesudos-
-Entonces, ¿conocerá usted que no estamos dispuestos a consentir de nuevo que nadie de San Pedro de la Lanzada no persevere en nuestro Centro, verdad?
-No sé... dije yo, mirando de nuevo a mis madres para que me devolvieran al pueblo en que yo tan feliz había sido.
Fue cuando el Ave Depredadora, levantó la mirada y saludó a mis padres formal y amablemente mentras que yo quedaba en un segundo plano aterrado por aquel mundo que se me venía encima.
-Ustedes son sus padres, ¿es cierto?. Encantado de conocerles -Les decía el Águila Real a mis padres mientras les saludaba con su alargada mano al estilo de San Pedro de Alcántara.
-Es que -proseguía el Ave- el año pasado tuvimos un incidente muy desagradable con un alumno de San Pedro de la Lanzada. A los cuatro días del ingreso, empezó a llorar pidiendo que llamaran a sus padres. No pudimos consolar sus improcedentes deseos y después de unos días sin dejar de llorar, no hubo más remedio que avisar a su familia para que lo llevaran de nuevo a casa. Tengo muy buenas y exactas referencias de su hijo, pero me sería muy incómodo que se repitiera el incidente del año anterior.
¡Dios! Ya quedaba advertido. Era una cuestión de honor. De honor propio, de honor familiar y de honor local. ¿Cómo volver a desprestigiar a San Pedro de la Lanzada con un incidente semejante? No me quedaba más solución que soportar lo que -de manera infundada- en aquel momento me parecía un infierno.
-¡Bueno!, pues con el firme propósito del muchacho les dejo -decía mientras me miraba de nuevo, poco convencido de mi resistencia-. Ya sabe que a las nueve es la ceremonia de ingreso. Después la Cena. Buenas tardes.
Y el Aguilucho se largó sin que se le desprendiera ninguna pluma.
¿Cómo no voy a recordar en estos días esa escena?


Eso sí! El Aguilucho no sabía que aquello podía ser muy... muy atrayente!!!!! Para muestra, este botón!...


sábado, 29 de agosto de 2009

Gato

No podía yo, dejar de pasar esta ocasión para dedicarle un panel a mi tierno gato. Porque mi gato lo merece, claro está.
Siempre me han encantado los animales. Pero, para mi desgracia, no puedo tenerlos en casa. Pero he de reconocer que si bien algún perro que tuve me fue de lo más fiel en la vida, no lo es menos, mi actual gato -dentro de sus capacidades-.
Sabe y conoce perfectamente el ruido de mi coche. Y cuando llego, mi felino se pone como loco y ya no me lo puedo quitar de encima. Es entonces cuando aprovecha cualquier ocasión para agarrarse a mis brazos, a mis hombros o a mis piernas. Es lo que tiene el amor.
Aunque, últimamente mi gato me está resultando un poco "puto", pues prefiere irse por ahí de fiesta con sus gatas preferidas -mi gato no es gay, puedo certificarlo-, no puedo evitar quererlo como siempre. Yo le digo y le recomiendo que no se eche tantas novias, porque eso acaba por dañarle su salud, pero mi gato no presta atención a mis recomendaciones y es cuando, después de unas riñas con los otros gatos del barrio, llega a casa zarandeado, arañado y sin follar, es entonces cuando mi mismo gato se da cuenta de la importancia de mis recomendaciones.
Yo no entiendo por qué follar para un gato es tan complicado... acaba peleando con toda su especie local. En su última salida, casi me vino tuerto. Y ahí me ves a mí dándole pomada para curar sus heridas.
Yo me fijo en Thiago -http://elblogquethiago.blogspot.com/?zx=b313d473f76d1fae-, y no veo yo que para un felino sea tan difícil entablar relaciones... al menos, al chaval no le saltan ningún ojo.
Definitivamente, voy a tener que llamar a Thiago, para que de unos consejos a mi tierno gato.
¿A que es lindo?:

domingo, 23 de agosto de 2009

Chiquitita



Me encanta esta canción. Me trae unos recuerdos tan entrañables que cada vez que la recuerdo no puedo evitar irme de viaje a esos años de mi infancia y rememorar a D. Vicente, cura-párroco de mi localidad.

En casa se solía ir a misa los domingos y días de guardar. No es que mi familia fuera un ejemplo de religiosidad extrema, pero mi madre procuraba llevar a sus hijos a la ceremonia como "Dios manda y manda la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana". Mi padre era más despegado en ese sentido y aunque se había educado, igualmente, bajo la tutela de esa institución tan presente en aquellos años, no tenía un apego tan grande.

Hoy, el templo parroquial ha sufrido reformas que han mejorado su aspecto estético. Sobre todo, han reformado el suelo, poniendo unas baldosas rojizas que dan color a la estancia y colgado una iluminación que da alegría a sus muros y sus capillas. Pero en aquellos días, el edificio se mostraba lúgrube, oscuro y frío y, he de reconocer que pasar a sus fauces daba mucho respeto, -miedo incluso- únicamente maquillado por la belleza de su gran retablo barroco central, dorado con el oro fino mexicano -según dicen- de mayor calidad que los Hurtado de Mendoza adquirieron para su decoración con todo el exquisito gusto de los que fueron Virreyes de las Indias.

Pero era entonces cuando, en medio de aquellas humedades y de aquella gran estancia dividida en tres enormes naves, sonaba la canción de "Chiquitita" por sus altavoces. Era como si de repente, la estancia fuera invadida por una ola de alegría y de luminosidad. Escuchar al grupo ABBA cantando aquella canción fue, para mí, durante años como oir un coro de ángeles. La nota de alegría de aquel mundo.

Desde entonces y durante mucho tiempo, ir a misa para mí iba unido a escuchar esta canción, pues D. Vicente la solía poner contínuamente en el templo parroquial todos los domingos. Tenía el "disco sencillo en español" de aquel tema guardado en un armario que había instalado en el presbiterio y dentro del cual se encontraba uno de aquellos tocadiscos.

Años después y ya más mayorcito, recuerdo subir yo mismo a aquel armario y buscar aquel disco. Desempolvarlo y volverlo a colocar cuando la iglesia no tenía mucha gente. Tenía un eco y musicalidad especial oir aquellas voces en el enorme templo parroquial o quizás es que, al escucharlo, me remontaba a aquellos años tan felices de mi niñez.

La vida suele ser más gélida de lo que, en principio, puede parecer. Si una canción como "Chiquitita" nos inculca optimismo, para D. Vicente la vida fue mucho más ingrata. Abandonado en la bebida, aquel dinámico y emprendedor párroco murió hace unos años víctima de un cáncer y quizás de la dejadez y del abandono emocional. Fué el destino de muchos de aquellos curas posconcialiares, quizás incomprendos por todos y deficitarios de cariño humano.

Hoy me pregunto dónde estará aquel disco. Nunca más lo he vuelto a escuchar. Quizás, en otro de mis arrebatos, tenga que ir en busca del armario ya retirado de su ubicación original. Quizás allí podré encontrarlo.